miércoles, 21 de enero de 2009

Amalfi

Al filo de los mapas,
al sur de los andenes atrasados
del invierno,
brilla quieta,
perdida en ningún sitio,
escondida de las (in)útiles guías
de los hombres,
Amalfi,
duna de luz
cuna de nubes arrancada a los sueños.

Polizón de mil trenes,
tuve, para llegar a sus orillas,
que devorar afilada geografía,
áridos caminos donde hice de bandido,
pueblos fantasma donde nadie sale al paso,
viejas fronteras…
bordeé tras los pasos de Ulises el abismo
a través del sinuoso sendero de serpientes,
esquivé naufragios
y encumbré un golpeado mar de acantilados,
hasta dar con su hipnótica cintura adolescente.

Describirla es traicionarla,
nombrarla, ahogar su nombre,
pues cómo podrían, humildes,
las palabras
dibujar su hermoso desfile de gaviotas,
su bosque de fachadas azules y amarillas,
tangible, su horizonte.
De qué manera,
con qué inéditos idiomas
podría explicar su dulce calma,
la parsimonia con que huyen
como cojas tortugas por las cuestas
del tiempo, sus relojes,
y esa brisa que deslumbra
el alma en un suspiro…
cómo el sabor -dulzor
amargo- de infancia rescatada,
callado eco
de juegos en la plaza
del niño que un día fuimos.

Osados,
turistas en manada acribillan
el paraíso con sus flashes,
como si pudiera la belleza ser robada,
como si pudieran ciegos megapíxeles
almacenar ola a ola, el agua del mar,
las calles, los puertos,
el viento
que enmaraña mis recuerdos;
como si pudieran, ilusos, registrar
su son de caracola,
despliegan su arsenal de aparatos japoneses,
y se incautan de un copioso alijo de postales,
con que adornar los polvorientos
estantes de su tedio.

Perfecta en su latir,
parece fuera de los atlas,
calla
y es como si no estuviera ahí
sobre las rocas,
como si no estuviera hecha
de asfalto ni cemento,
sino de espuma,
de dulces pétalos de miel.
Más que una ciudad
bien parece un lugar
del corazón.
Por eso,
cada madrugada,
a bordo de mi almohada
he de volver,
a por las huellas
que en su arena dejé de mi alegría,
a por su voz de primavera
que florece en mis rincones.

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